Obras, sobras y sombras

Por Rodrigo Moral

El mecanismo de los concursos.

Presentarse a un concurso suele ser un ejercicio de desaliento, porque solo gana uno y no solemos ser nosotros. Creo que no deberíamos participar en ellos con ansias de ganar, sino como excusa para cerrar obras y generar una especie de circulación -al menos, la parte ritual de armar el envío, la plica, etc.-, pero no ponerlos a prueba, porque en esta clase de concursos no gana el mejor. No existe tal categoría. No hay superioridad. Pero veamos bien cómo funcionan.

Antes que nada, los concursos están hechos dentro del contexto de la industria editorial. Son un pretexto para elevar una obra a la condición de ganadora (con todo lo que esto significa en esta sociedad exitista) para, con bombos y platillos, promocionarla y venderla. Se necesita un concurso para tener un fuerte argumento de venta (con faja y todo).

Ahora bien, para ser honestos, tampoco podemos desconocer su lado tradicional y noble cuyo objetivo es encontrar un valor dentro del mundo literario. Así, se pone en marcha un mecanismo para que en una gran convocatoria, de un solo gran movimiento, se aliente a la participación de muchos, del vasto mundo de escritores, para hallar a los talentosos.  

No todos los concursos buscan lo mismo. Cada cual lo hace en la línea de su catálogo, por supuesto: orientan su búsqueda de acuerdo a sus propios parámetros literarios, dentro del sentido de su fondo editorial, dentro de su tradición, dentro de su ideología. Sería muy ingenuo enviar una novela experimental, por ejemplo, a un concurso de paradigma conservador, o una novela que aliente la revolución socialista al concurso de una empresa de derecha.

El gran jurado suele estar compuesto por tres reconocidos escritores. Este triunvirato, nada ingenuamente seleccionado por los organizadores, se encuentra, de hecho, en la línea de aquella búsqueda, o ha sido de algún modo advertido sobre ella, o, mejor, no desconoce que debe responder a ella.

Pero antes del eminente triunvirato, existe un primer tamiz. Los manuscritos que enviamos a los concursos son derivados a un grupo numeroso de lectores: escritores ya con alguna trayectoria o, tal vez, estudiantes avanzados de Letras, por ejemplo. Ellos, sin leer por completo, ni por asomo, la cantidad de originales recibidos, decidirán cuál sigue en camino. Cada uno tendrá su técnica y su apreciación -en esta instancia, tal vez, no acotados por la política de la organización- pero aquí quedarán atrás textos improvisados, inmaduros, poco sólidos, que no demuestren ciertos criterios de literaturidad. Por desgracia, aquí, toda la esperanza de cada participante se verá derribada en la lectura de la primera página de su obra o alguna otra al azar.

Entonces vendrá el triunvirato. Recibirá las poquísimas obras que “trascendieron” al prejurado de lectores -de entre miles, diez, acaso- y las leerá, o debiera leer, completas, pero ¿hasta qué punto no empieza a jugar el gusto del jurado porque ya han quedado los textos más maduros?, ¿hasta qué punto afinar la búsqueda en la línea del concurso no deja fuera obras relevantes?

No hay criterio de justicia porque el mecanismo del concurso no prevé lo que le corresponde a cada uno -de manera singular-, sino todo a uno: el ganador (que ensombrecerá, incluso, al segundo y tercer puesto y las menciones). Nadie, entonces, debe esperar justicia de un concurso. No se trata de un tribunal. De un concurso surge un caso representativo, con cierta consistencia cualitativa, de una búsqueda particular. Por eso, más vale decir que un concurso es de sobras, porque es un dejar atrás obras en el empeño de justificar solo una (lo que, en general, todos los jurados también destacan como una muy difícil situación).

No podemos decir, ni decidir, si Rayuela o Bomarzo es mejor una que otra. De hecho, en un acontecimiento único en la historia de la literatura, ambas fueron acreedoras del permio John F. Kennedy en 1964. Querer poner en condición de rivalidad a dos elementos no tiene nada que ver con la realidad. Las cosas son en sí mismas. Hay que buscar en lo particular de cada obra para notar su significatividad.

Ni la sensibilidad, ni el arte ni la genialidad pueden ponerse en competencia. Cada uno es tan especial, particular y maravilloso a su manera. El mecanismo del concurso es el de las sobras porque, acaso de modo virtual, ya tienen al ganador estratégicamente elegido antes de empezar.

Por supuesto que debemos festejar y saltar e invitar a una cena a los seres queridos si ganamos uno. Es legítimo. Pero quedar afuera, de alguna manera, a pesar de la desazón, también nos hace acreedores de nuestros logros, de creer en nuestra obra, de ponerla a participar, de darle vida, circulación, de proponerla luego a editoriales, de querer sacarla a la luz. ¿Qué es un hijo sino un recienvenido que deseamos y animamos al mundo?

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