«Acuario» de Amalia Jamilis

Entrarás de golpe, Sebastián, y fruncirás las cejas en un signo de mal humor. El aire de la habitación te parecerá irrespirable. Las ventanas, cerradas durante la noche, conservarán los olores entremezclados del sueño, de las algas y de los pescados. Enseguida mirarás hacia la cama.

   Rígida, cautelosamente, como si hubieras tenido miedo al hacer cualquier movimiento de impregnarte con aquellos olores, te volverás y mirarás. Entonces, Sebastián, verás dos cosas: que Julio ha roto el acuario y que no contesta, como cuando tenía cinco años y había volcado un tintero y vos le gritabas lo torpe que era.

   A veces, es cierto, yo misma llegué a pensar que nuestro hijo estaba verdaderamente loco.

   El día en que golpeaste la mesa con el puño aullando, basta de vagabundear haciéndote el artista y Julio se puso blanco, como si se le hubiera ido la sangre de la cara, y te juró que de allí en adelante trabajaría en el negocio, ese día, Sebastián, él subió a mi cuarto de costura, me miró largamente y con una voz desconocida, aguda, casi femenina, dijo: quisiera tener un acuario y en ese acuario criar un narval y mirarlo, mirarlo todo el día.

   Yo, Sebastián, no sabía, no sé todavía bien qué es un narval. Creo que es una especie de enorme delfín provisto de un cuerno a manera de defensa, adherido a la mandíbula. Algo grotesco que recuerdo de mis días de escuela normal, de mis clases de zoología.

   Cuando Julio me habló de ese modo me pregunté si, como vos se lo decías a menudo en todos los tonos, sugerente, persuasivo, amenazador, no estaría a punto de enloquecer. Le contesté tomando el asunto en broma:

   —Querido, el narval debe medir unos cinco metros. Conformate con una pecera. Va a quedar muy bonita en tu cuarto.

   Julio largó una risa desorbitada, que yo tomé como expresión de asentimiento y alegría.

   La pecera era de enormes dimensiones, la más grande que pude encontrar. En cuanto Julio la vio dijo:

   —Un acuario doméstico. — Y mirando a los diminutos pescados que mordisqueaban algas o nadaban, con ese aire remoto y abstraído con que nadan los pescados adentro de las peceras, empezó a enumerarlos con una enumeración absurda y desproporcionada: platija, rodaballo, sábalo. Nombres todos de peces gigantescos que sólo viven en el océano. A una culebra de cándido color coral que se deslizaba entre las plantas la llamó anguila y cuando le pregunté si estaba conforme soltó otra risa espeluznante y me dejó con la boca abierta.

   Sin embargo, en los ratos libres que le permitían los ensayos, se ocupaba de los peces. Les daba comida o simplemente se quedaba horas y horas abstraído delante de ellos, recitando parlamentos de la obra que iban a representar.

   Vos, Sebastián, que siempre fuiste intolerante con la pasión de Julio hacia el teatro. Te hubiera enfurecido hasta el descontrol al ver cómo perdía sus horas frente a nuestro acuario doméstico.

   No sé si fue debido a ese ritmo irregular que llevaba su vida últimamente, pero lo miraba sentado en su cama, con el libreto en las manos y, bajo la masa de su cabello dividido en dos bandas oscuras, como suelen usar ahora los muchachos, el rostro aparecía fino y extenuado, casi triangular, y los ojos inquietos que seguían el movimiento de los peces, tenían un aire mortuorio.

   Parecía una criatura prematuramente envejecida y yo temía que esa noche vos lo injuriarías, como ocurría casi siempre, diciéndole que era un inútil y un vagabundo y que, en lugar de perder el tiempo en idioteces, te ayudara con el negocio y se hiciera de dinero y de un porvenir.

   Yo trataba de entenderte, Sebastián, trataba de recordar con cuánto esfuerzo llegaste a poseer tu almacén de ultramarinos en Constitución. Recordaba tu calma y tu frialdad, tu modo admirable de comerciar, casi gozando esa visión de licores con etiquetas escocesas y pilas de latas de conserva.

   Pero Julio me conmovía. Sus proyectos acabaron por ser de los míos y lo imaginaba lleno de fascinación la noche del estreno, aunque en el fondo sabía muy bien, porque él me lo había contado muchas veces, que a los estrenos iban sólo los amigos y alguno que otro paseante ocasional que entraba para curiosear dentro de ese zaguán mal iluminado, lleno de afiches y fotografías estrafalarias, que precedía al sótano desmantelado donde representaban.

   Eso el día del estreno. Después continuaban dando sus funciones con la sala vacía y vos le preguntabas en las sobremesas a Julio ¿qué ganás con eso del teatro? ¿Qué encontrás en esa vida? Y seguías siendo el hombre calmoso y frío que se movía entre los ultramarinos con seguridad, con ese equilibrio que sólo adquieren con los años las personas que nunca han perseguido nada abstracto, pero dentro de tu calma y frialdad permanecías agresivo y petulante, y yo tenía miedo de que todo terminara con tu puño golpeando la mesa, mientras los platos saltaban y Julio apoyaba la frente sobre una mano y bajaba la vista al mantel, en un gesto muy suyo que me dolía hondamente.

   Ayer, Sebastián, nuestro hijo volvió con el asunto del narval. Otra vez pensé que enloquecía. Me dijo:

   —El marfil de su doble defensa, ese cuerno que tiene en lo que sería la frente, es muy buscado. También es muy buscada su carne por los malayos. Los malayos consideran su carne muy agradable.

   Tomé al vuelo su mirada que siempre me pareció tan dulce: ahora aquella dulzura se había acentuado, me era insoportable.

   Pensé que Julio precisaba un régimen de comidas muy nutritivo y unos quince días en las sierras. Se lo dije y me miró con lástima, como si yo fuera una enferma o una idiota.

   —Ahora no voy a poder —contestó—. Desde mañana empiezo a ayudar a papá en el negocio.

   Y antes de que tuviera ocasión de decirle nada más, salió corriendo y creí, me pareció, escuchar algo así como un sollozo.

   Cuando por la noche subí a su cuarto para llamarlo a la mesa estaba dormido y preferí dejarlo. Lo cubrí con una manta y me fui. Pero hoy, como debía ir temprano al negocio, lo llamé muy despacio, Julio, Julio, para que tuviera al menos un buen despertar, y no contestó. Entonces me acerqué a su cama y vi en la oscuridad del cuarto el acuario roto, el agua corriendo debajo del ropero, las algas con su olor a humedad, los peces muertos con sus ojos plateados. También Julio tenía los ojos plateados y ese olor a humedad. Hubiese querido ordenar todo antes de que subieras a preguntar por su tardanza, pero escucho tus pasos por la escalera y sé que entrarás de golpe, Sebastián, sé que soltarás una injuria atroz mientras yo junto los minúsculos trozos de vidrio, las algas: todos estos pobres despojos que la acción del tiempo borrará en un abrir y cerrar de ojos.

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