La gente de la farándula, los cocineros, los pintores, incluso muchos políticos, por ejemplo, no escriben ellos mismos, de puño y letra -por ponerlo en términos llanos-, los libros que aparecen en las librerías. Las editoriales contratan a escritores, en general emergentes, para que lleven adelante los textos que se quieran perpetuar en el papel sea por vanidad, por genuino interés público o por rigor comercial.
El proceso se repite de esta forma y es muy sencillo. Los escritores entrevistan y graban a los clientes -suelen hacerlo con cierta guía que surge de reuniones preliminares- y luego pasan de la oralidad desordenada a la escritura organizada. Parecería que cualquiera puede escribir, pero el fotógrafo, aun cuando sepa, no tiene por qué inclinarse hacia el arte de las palabras ni estar predispuesto para ello; tal vez el interesado no quiera invertir su tiempo o su energía mental para llevar adelante la empresa de escribir su vida, sus recetas, la arquitectura de sus negocios o las descripciones de sus cuadros.
Claro que no es cuestión de desgrabar, eso es solo el trabajo mecánico del asunto. El verdadero desafío es componer un texto completo y consistente. Por esta razón, debe poseer subdivisiones temáticas o cronológicas. El ghostwriter crea una organización conceptual para llevar adelante el texto. Está atento a las lagunas para subsanarlas y atento a profundizar ciertos temas que no hayan quedado suficientemente tratados.
Lo único que este agente editorial no debería hacer nunca es traicionar el espíritu del protagonista, es decir, de aquel que le narra sus experiencias, que resultará la figura visible en la portada del libro. Uno de sus desafíos, entonces, es encontrar el tono de la personalidad y lograr expresarlo en la palabra escrita.
Hay dos tipos de trabajo: uno más técnico y lineal, como para libros de cocina, sin intención literaria que opaque el verdadero objetivo del libro, sea cual fuese, y cuyos textos se puedan resumir en descripciones e instrucciones. Por otro lado, uno que insumirá algo de la riqueza artística que el escritor fantasma pueda aportar. En general los textos de este estilo son narrativos, por ejemplo, biografías.
Para este último caso, el ghostwriter no se encarga de pulir y ensamblar las piezas del entrevistado, sino de reconstruir un palacio en base a las ruinas, las ruinas del recuerdo, de lo que pasó. La historia que reciben está fragmentada e incompleta, por lo que habrá de ser organizada, iluminada por la pluma artística y “puesta en valor” literario.
En definitiva, el trabajo de un ghostwriter consiste en poner en palabras lo que aquel que no sabe hacerlo necesite contar.
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