La Frontera: primer capítulo leído por la autora

Por Rodrigo Moral

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Capítulo I

 Usted sabe, mi coronel, 

que los campos no tienen puertas… 

Lucio V. Mansilla. 

“No es de un lado la civilización y del otro la barbarie, doña Mariquita, los límites en la frontera son imprecisos y se van corriendo”, le había dicho fray Donatti a amita. Ella recordaría muchas veces este momento y le atribuiría a la presencia del diablo el hecho de que las palabras “se van corriendo, se van corriendo” hubieran quedado repitiéndose como el tañido de una campana.

Cuando doña Mariquita había decidido hacer este viaje castañeteaban mis dientes, aunque nosotras habíamos enfrentado todo tipo de peligro. Días atrás, amita me había dicho que tenía escritas las cartas y que le pediría al José que se acercara a la pulpería de don Cosme para hacerlas llegar a destino con el servicio de mensajería puesto por el gobierno. Después lo había pensado mejor y había decidido pedir personalmente por sus nietas. Acá estábamos de nuevo en nuestras andanzas, dos mujeres a lomo de burro, desde La Carlota hasta Río Cuarto, para entregar una de las cartas en propias manos de fray Marcos Donatti y encomendarle al religioso la que iba dirigida a Mansilla. 

“Amita”, le había dicho yo, mi cuerpo temblaba en ese momento. “Es lo último, te prometo que es lo último”, me contestó. Yo no sabía muy bien por qué temblaba, si por miedo a que doña Mariquita terminara de perder la estancia “Los Algarrobos”, que era lo único que le quedaba, o porque me estuviera haciendo una promesa a mí, que estaba en esta tierra para servirla.

Habíamos hecho el viaje con la esperanza de que esta vez una negociación oficial permitiera la recuperación de sus nietas. Nadie que perteneciera al mundo civilizado desconocía los frecuentes ataques ranquelinos. Yo, que soy negra y vivía la historia como si fuera la misma doña Mariquita, les tenía terror a los salvajes. Pueblos enteros convertidos en nada y nosotras en La Carlota, obligadas a vivir en la agonía desde que a mi amita le habían degollado a su único hijo, habían matado a su nuera y se habían llevado cautivas a sus dos nietas: Fermina y María.

Los planes del militar avivaron la esperanza de amita de encontrar a sus nietas, iría acompañado de este padrecito que teníamos frente a frente, al que habíamos escuchado apodar “El apóstol de la Pampa”,“El redentor de los cautivos”. Válgame Dios, que los planes de Mansilla se hacían sin permiso de sus superiores y con plata del gobierno. Y amita arriesgándose de tal manera con la carta para ser entregada al militar, y esta negra pidiéndole a Dios que le cumpliera a doña Mariquita con regresarle a las nietas.

Fray Donatti residía con otros franciscanos en un galpón de adobe y paja. Una cruz de caldén era de lo poco que había en la capilla junto a una imagen de la Virgen María, iluminada por velas. Amita, sentada en un banco de hueso y cuero, lo escuchaba hablar de la frontera como si fuera el único que la conocía y, claro, qué se iba a imaginar que esta negra y esa mujer de alcurnia, que escondía un facón entre la enagua, sabíamos que la frontera era como una esponja desde donde muchos iban y venían. Yo mientras tanto miraba al religioso. El hombre nos ofrecía su mirada misericordiosa, no obstante traía a mi cabeza la imágen de un animal. Dios me perdone y no caigan maldiciones sobre nosotras. El hombre me hacía acordar a un cordero pelado.

¿Qué podía saber un religioso sobre lo que se siente al perder un hijo y que se apropien de sus nietas? Eso me preguntaba yo que, como buena negra, la única escuela que conocía era la vida, pero parece que fray Donatti sabía bastante. Abrió la carta que amita había escrito con la solicitud de rescate y la acomodó junto a una gran cantidad de correspondencia que tenía sobre una larga mesa. 

“Vea usted, doña Mariquita, esto es solo una parte de lo que tengo documentado”. Le mostró listas de cautivos, listas de indios bautizados, telegramas de padres que ansiaban abrazar a sus hijos, cartas de tíos que querían recuperar sobrinos, de extranjeros cautivos que querían volver a su tierra. Todas historias de lo más tristes, aunque para mí no había otra tan triste como la de amita. Su sufrimiento era el mío. 

Parecía que el padrecito no tenía cosa más urgente que hablar con los indios para acordar el regreso de los blancos y le preguntaba a mi amita si había llegado hasta él por medio de la presidenta de la Sociedad de Beneficencia. Doña Mariquita guardó respetuoso silencio. No hubiera sido oportuno confesarle que había sabido de su tarea gracias a esta negra y a su peón que no se perdían lo que hablaba la chusma. 

Amita sacó la fotografía de sus nietas que había llevado además de las cartas y ahora se la mostraba al padrecito. Le decía: “quince y dieciséis años tenían cuando se las llevaron. Para mí no existe el perdón, usted comprenderá. Lo único que pido es que saque a mis niñas de ese infierno. Una se llama Fermina y la otra, María. Guarde estas caras en su memoria, fray Donatti, a este retrato no se lo dejo, no me separo de él”.

Hasta a mí me daba impaciencia el padrecito, Dios me perdone, hablando bien sobre los indios y diciéndole a mi amita que ella no conocía el infierno. “¿Que no lo conozco? Puedo darle lujo de detalles” había respondido doña Mariquita y cuánta razón tenía. Me acuerdo esa noche que enloquecida de impotencia y de dolor montó ciega a caballo, llegó hasta el Sarmiento y alcanzó a cruzar la frontera, ella sola en busca de sus nietas, un lugar que le era completamente desconocido. Yo llegué con los soldados. La encontramos tendida en el pajonal, cuando la claridad nos alertó de su presencia. Desde ese día, ni a sol ni a sombra, me separo de ella.

Fray Donatti preguntó después si tenía algún otro dato sobre sus nietas, aparte de la foto. Amita dijo que había sido anoticiada sobre una cautiva posiblemente llamada Fermina que estaba en los toldos de Carrilobo, por los montes de El Cuero y que se decía era la esposa preferida del cacique Ramón Cabral, al que también conocían como El Platero. “Yo no puedo decir que mi nieta sea la única mujer en el mundo que se llama Fermina, dijo amita, aunque me gustaría y también me gustaría saber algo de María, es como si el desierto se la hubiera tragado”.

Ave María purísima, al fin al hombre de Dios se le ocurrió darle un poco de consuelo a doña Mariquita, alguna certeza. Aseguró que había posibilidades de encontrar a Fermina con esos datos que amita le daba, ¿y por qué no también a María? Comentó que, en medio de la firma de un tratado de paz, todo era muy esperanzador y que Ramón Cabral era uno de los tres caciques con los que negociarían. Luego dijo aquello de la frontera y sus límites que se van corriendo. Y nos despidió: “Pongamos en manos de Dios su petición, yo no soy más que un instrumento suyo” y nos volvimos con amita mucho más pesadas sobre los burros, cargadas de cuánta esperanza e ilusión era posible tener.

Entonces no me arrepentí, al menos por un tiempo, de haberle hecho llegar a mi amita las noticias sobre Mansilla. En todo este tiempo sin saber de las niñas, nuestra pena había crecido tanto como los eucaliptus que, dispuestos unos al lado de los otros, llegaban a tapar la luz del sol. 

Diez años de lágrimas llevaba la pobre doña Mariquita. Desde que los salvajes habían terminado con la vida de su hijo, don Luis Peña Zárate, habíamos vivido tiempos de miedo y de tristeza. Así tan tristecitas y siempre vestidas de negro, amita y yo nos parecíamos a dos golondrinas que, en busca de una primavera, habíamos ido a volar a la frontera del infierno. 

Yo fui la encargada de proveerla de ropa negra para el luto y para todos estos diez años, durante los cuales amita se había negado a usar cualquier otro color. El José se encargaba de todo lo que hubiera que comprar en la pulpería, pero se negaba, con la terquedad de una mula, a pisar el almacén de ramos generales de don Gumersindo para buscar un hilo y aguja, que a su entender eran cosas de mujeres. 

En esas salidas de “Los Algarrobos”, había podido ver cómo iba cambiando la situación de los indios desde que empezamos a buscar a las niñas: antes habíamos tenido que llegar hasta ellos por medio de malandras que se atrevieran a cruzar la frontera y ahora, los indios pasaban tranquilamente a los blancos y se paseaban desde temprano con sus caballos y sus chinas en ancas por las inmediaciones del almacén. Se decía que el Lanza Mayor de los ranqueles, Mariano Rosas, era amigo del boticario y que le había regalado un picazo que era la envidia de todos.

Se lo comenté al José. Él me aseguró que había escuchado a los milicos decir que los indios andaban en son de paz, que para qué iban a cansar sus caballos corriéndolos en balde. Y dijo que había en la pulpería un gran descontento entre los gauchos porque a cualquiera que gritara contra un político, lo enderezaban a cintazos o lo mandaban al Sarmiento y a los indios los trataban con mano de seda, los acompañaban con escoltas para que volvieran a los toldos, a vivir con sus diez mujeres. 

—Yo hablo de envidia —dijo el José.

—¿Le gustaría vivir con diez mujeres?

—Qué me va a gustar. Con los problemas que traen.

En una oportunidad fui a buscar unos metros de elástico, le reclamé a don Gumersindo la poca cinta negra que tenía contra la mucha cantidad de otros colores, y al revolver descubrí que tenía artículos ordinarios que yo no estaba acostumbrada a ver. Tenía unos ponchos baratos que, a su propio decir, le habían quedado de clavo. Válgame Dios que esta negra es negra, pero no tonta y ahí empecé a sospechar que el tendero traía ropa para los salvajes.

Entraron tres indias. ¡Dios me proteja! Parecían cotorras. A medias yo cazaba algo de lo que decían. Estiraban como un canto la última palabra, me pareció que repetían lo de atrás para adelante y lo de adelante para el medio. Se fueron encima de las telas de pelo de cabra y de allí pasaron a la seda negra que yo llevaba para hacer los vestidos de doña Mariquita. Se quedaron un rato mirando los zapatos de cordobán y a lo último se abalanzaron sobre las cintas de colores. Ahí dije para mis adentros, es así cómo lo pienso.

Cuando apareció don Gumersindo, las indias le preguntaron por su abuela y por su abuelo; por su tío y por su tía; por su hija y por su hijo y por su padre y por su madre. Yo volví a decir para mis adentros “menos mal que amita no ve lo que están viendo mis ojos”. 

Pensé un poco más, ¿y si ese trato tan cordial con los indios que don Gumersindo tenía, fuera porque además de comerciar con telas, comerciaba con cautivos? Por aquellos días, la compraventa de cautivos parecía ser una actividad comercial más que se agregaba a la particular de otros rubros. Enroscada como culebra se había vuelto la vida. Descubrí que tenía en la parte trasera una pieza lindante con el almacén a la que hacía pasar a ciertos clientes. Al ver estos movimientos, encontré motivos para visitar su tienda más seguido.

Un día advertí que iba a hacerse una negociación y me quedé haciendo tiempo en el almacén para ver si podía anoticiarme de algo que valiera la pena. Revolví los ponchos, los chiripás y las botas de potro con la excusa de que amita quería un regalo para don Hilarión. Que este sí, que este no y que no sé si será el talle. Y que después un poncho para el chiripá, que este largo y que este otro. Don Gumersindo iba y venía del cuarto de negociaciones al almacén. Insistí hasta que los vi salir. Una pareja de criollos había pagado por un cautivo a un intermediario ranquel y este se comprometía a entregarlo con urgencia.

Le pregunté al José sobre si decirle a mi amita lo que había descubierto. El José dijo: 

—Yo no sé. La que sabe es usté, negra, pero ese Gumersindo no es ducho para vender un poncho a los indios y ahora quiere vender cautivos.

—Algo tenemos que hacer, José. Amita va a morir de tristeza. ¿Se le ocurre algo mejor?

—Puede ser.

—Diga, por favor.

—En lo de doña Sabina, he oído que el coronel Mansilla planea una expedición Tierra Adentro para firmar la paz con los ranqueles. 

—¿Y de quién se trata?

—Es el nuevo Coronel y Comandante de Fronteras en Río Cuarto, lo ha nombrado Sarmiento.

—¿Usté cree que en estas negociaciones se van a liberar cautivos?

—Yo creo que sí —dijo el José —. Escuché que lo acompañará fray Marcos Donatti. Lo llaman “El redentor de los cautivos”.

—¿Y ese Mansilla es de confiar?

—Parece —dijo el José —. Es quien mandó a matar al caballo del boticario para poner fin a esta moda de regalar o cambiar caballos robaos o cautivas arrebatadas. El hombre tiene carácter. Ahora se van a cuidar.

—Y me parece muy bien, porque andar regalando animales vaya y pase, pero andar regalando personas o vendiendo o comprando, eso nos hacían hace mucho a los negros.

Los dos pensamos que pedirle el rescate de las niñas a Mansilla era mejor que negociar con don Gumersindo. El tendero se ocupaba del rescate de cautivos con la misma frialdad y cálculo con que compraba y vendía telas. Mansilla había demostrado ser un hombre cuyo único interés era el amor a la patria. Yo fui apuradísima a contárselo a doña Mariquita, era menester darle una esperanza. Era menester que Fermina y María fueran devueltas al calor de ese sentimiento. 

Diez años atrás tuve que hacerme amiga del miedo. Claro que mis miedos eran más grandes que los miedos de los blancos. Decía mi abuela Francisca que nosotras nacíamos con la memoria de todos los miedos que habían sufrido nuestros ancestros y esos mismos pasaban de padres a hijos. Pobrecita mi amita, ella aunque blanca, tenía los suyos. Despertaba por la noche a los gritos, contaba que, desde la punta de una lanza, la cabeza del hijo abría los ojos y la miraba fijo. Y yo, ay, ponía la pava con agua en el caldero, también llorando y le mezclaba la valeriana para sacarla de esos sueños aterradores. Esas noches, yo miraba a los miedos a la cara y les decía: “A mí no me asusten que yo quiero ser su amiga”, así les decía con tal de salir al socorro de amita. 

No sabía qué más hacer por su consuelo, les pedía a las estrellas tener también mis pesadillas para ver si podía quitarle un poco de espanto a las suyas. Cada noche me dormía en el catre con mis pies negros golpeteando como castañuelas, creía escuchar con nitidez el tropel de los salvajes que hacían temblar la tierra. Una vez que tenía frente a mí el malón, todos los indios se me venían encima y me pasaban por arriba, llevándose únicamente a las niñas. Yo pedía por sus cuerpecitos puros y desfallecientes que, finalmente, desaparecían en la inmensidad del desierto. Me despertaba la primera claridad del día, con el amargor de ser una negra que no tenía papel en esta historia, aunque lo buscaría. 

Cuando pudimos ponernos a andar, a pesar del profundo dolor, doña Mariquita y yo pasamos noches y más noches en la pulpería de don Cosme en busca de algún dato sobre las niñas que era lo único que quedaba de Luis Peña Zárate en esta tierra, sus hijas y una guitarra que amita guardaba como un tesoro. 

El susto de esta negra, vea. No cualquier gaucho se animaba a entrar y salir de la frontera. Si había que ser ladino para pisar el mismísimo infierno y no tenerle miedo a los diablos: los que habían robado, matado, que se escapaban prófugos de la ley para no ser obligados a cumplir con el servicio militar, vagos y malentendidos, violadores de mujeres. Todo aquello habíamos frecuentado con mi amita, preguntando por sus nietas. 

Una vez un gaucho, diez cigarros y tres botellas de ginebra de por medio, nos había hablado de una mujer sucia y andrajosa, con tonada cordobesa, que había querido besar los cordones de los Franciscanos. Que la mujer lloraba como un chico, nos había dicho, que la tenía un indio malísimo llamado Carrapí, que iba a venderla por veinte yeguas, sesenta pesos bolivianos, un poncho de paño y cinco chiripás colorados.

De vuelta a la casa, las dos hechas una entre las sombras, “es una de mis nietas, es una de mis nietas”, había repetido amita todo el camino. 

Al otro día nos puso al José y a mí a reunir el botín, y “pobrecita lo que estará sufriendo en manos de ese diablo” no dejaba de repetir mientras intentaba colocar la pequeña llave en la cerradura de su cofre. “Vayan a conseguir veinte yeguas”, me ordenó, “a los chiripás y al poncho lo sacás de la cómoda de Hilarión”. Al buscar las prendas, a mí me habían ardido las manos y un sabor amargo había invadido mi garganta. Cuando reunimos la totalidad del botín, le hicimos entrega al gaucho ladino, “tráigamelas” dijo doña Mariquita como si el gaucho fuera un franciscano y ella le estuviera besando los cordones.

Diez noches estuvimos yendo a la pulpería sin tener noticias del encomendado, con el oído atento a lo que se decía; la noche once lo encontramos, jugaba una partida de cartas y de muy mal talante nos mandó a decir que no iba atender hasta terminar. Después se batió a pleito con el ganador y lo mató. Con esas mismas manos acarició el cogote de amita y le metió la mano por el escote entre los pechos. Yo me levanté las polleras y le mostré las piernas, jamás iba a permitir, mientras estuviera viva, que nadie fuera capaz de poner su cuerpo sobre el cuerpo de amita. Me lo aguanté encima del catre corcoveando como un potro. 

Volvimos abrazadas sin decir una palabra y cuando ya estábamos seguras en la casa, le dije a amita: 

—Por suerte ninguna de las niñas está con el tal Carrapí.

—Entonces lo hemos perdido todo.

—No, no, para algo ha servido lo que le hemos dado al gaucho. Me aseguró que quien anduvo tras el rescate fue la mujer blanca de Ramón Cabral.

—Ay, por favor, no puedo retener mi corazón dentro del pecho. ¿Podrá ser que esa mujer sea una de mis nietas?

—Dice que está en Carrilobo, por los campos de El Cuero. Que le parece que se llama, Fermina.

Lloramos agarradas de la mano más allá de lo que cantó el gallo. Con esta noticia es que llegamos a lo de fray Donatti. 

¿Cuántas manos y cuantos pies se necesitarían para contar las noches que lloramos juntas? Yo no sé sacar esa cuenta. 

Cada nuevo día esta negra preparaba chocolate. “Chocolate” decía amita “¿Te acordás cómo les gustaba a las niñas el chocolate? Y así retomábamos las esperanzas de volver a verlas. 

Después de tantos años sin tener noticias sobre Fermina y María, me asustaba de ver a doña Mariquita apuñalada por tanto dolor, y cómo debiera abrir los ojos blancos esta negra, que la noche después de que volvimos de entregar las cartas, ay diosito, si casi no puedo repetirlo, me dijo que me cambiara del todo a dormir a su alcoba. Y yo me decía para mis adentros que amita estaba enloqueciendo de tanto sufrir, como pasaba con muchas mujeres de estos tiempos, porque no me atrevía a pensar que se hubiera dado cuenta de todo y quisiera terminar con esa frontera secreta que había entre nosotras.

La primera noche que compartí la cama con ella, a pesar de las sábanas que yo misma me ocupaba de tener perfectamente almidonadas y perfumadas con lavanda, de las almohadas de plumas y la suavidad de su colcha, no pude encontrar acomodo, ni cerrar los ojos. En solo un segundo en que, ajenos a mi voluntad mis párpados cayeron como plomo, me invadió un sopor de sueño y me arrastró la oscuridad hasta dentro de una capilla. Estaba yo arrodillada pidiéndole a Dios que le devolviera las nietas a doña Mariquita, de pronto Dios ya no estaba en la cruz y alguien me había colgado en ella.

—¿Qué querés, negra inútil? —me decía una voz desde arriba.

—Que le devuelvan las nietas a doña Mariquita.

—Vos no estás para pedir, estás para servir. Si querés un final feliz para tu amita, escribilo.

—Pero yo no sé escribir.

—Negra ignorante, inservible.

Entonces lloraba yo, amargamente en esa cruz por no poder hacerlo y mis lágrimas al caer se hacían de sangre.

Eran tiempos en que nuestro estado normal era andar a la mala, así decía el padre de amita sobre el tiempo vivido en Andalucía, antes de venir a América. Con mucho sacrificio, habíamos sabido de Fermina en Carrilobo, no era poco ni era mucho. Amita deseaba a las dos nietas a su lado. ¿Cómo íbamos a seguir ahora? Ya casi no quedaba nada por entregar. Para colmo de nuestros males, un día regaba las plantas de mi jardín cuando escuché el trote de los caballos, vi una polvareda equivalente a una docena de ellos. Según el José, mis larguísimos ojos se parecieron a dos huevos de avestruz saliéndose de mi cara. Nochero, el único perro que había en la hacienda, se puso alerta. 

El José no perdía la calma, rascaba la guitarra, su indiferencia y lo malo de sus versos aumentaban mi impaciencia.

“He escuchado mucho gaucho

En el rasgar de la pena

Que el cimarrón, la faena

Y a su china cantando

Ninguno he oído contando

Una historia similar

Que tengo para contar 

En esta tierra habitando.

Si hubiera sido tan hábil 

Para rascar la vigüela

Con esta historia tan guena

Me hubiera hecho famoso

Me habría salido del pozo

Y muy lejos de la indiada”.

“Debieras tener más perros, negra tonta”, me dije y después encaré a los milicos con el andar orondo del gallo en el gallinero. Estiré la cabeza, saqué pecho y caminé adelantando primero un pie y después el otro como han de hacerlo las señoritas de bien. A pocos metros, el José, sentado en el pasto, con el lomo sobre el tronco del eucalipto, mascaba una hoja. Había aprendido de las aves de las Pampas a no incomodarse por la aproximación de nadie. Se calzó el chambergo hasta los ojos. Doña Mariquita no quiso asomarse más que a la puerta y al ver que no venían mujeres en la comitiva, desapareció dejando en manos mías la atención de los milicos. 

—Ave María —dijo el milico.

—Sin pecao concebida.

—¿El patrón, negra? 

—No está por el momento.

—¿Y la patrona?

—Está indispuesta. 

—¿Quién más vive acá?

—Los que ve. 

—¿A quién dejo la inquietud?

—A mí.

—Están acusados ustedes de haber robado veinte yeguas.

—¿Robao?

—Así lo aseguran.

—Habrán sido los indios.

—Los indios no llegan hasta acá.

—Entonces no sé —dije estirando la trompa —. Aquí no hay ningún ladrón.

—¿Y aquel? —preguntó el milico dirigiendo hacia el José las patas del caballo.

El gaucho le contestó con el canto:

“Soy el único pión

en la estancia “Los Algarrobos”

el trabajo no me agota

pues no hago casi nada.

Y si me dedico al robo

cosa que es muy desgraciada

es que tengo por patrón

a una negra descarada”.

Lo miré al José lanzando refucilos por los ojos. “Puedo mostrarles los documentos de la compra de los animales”, les dije. Entré a la casa, salí enseguida y les mostré a los milicos unos papeles con sellos rojos.

Después me desquité los nervios con una gallina blanca sin tener en mis planes hacerla puchero. La cacé de un ala, la gallina cacareaba y se sacudía. Le pedí el facón al José y le corté el cogote. La pobre estuvo desangrándose un rato, con la cabeza inclinada hacia atrás, hasta que se aquietó por completo.

—No vaya a ayudarme usted, José —le dije.

—¿Yo, negra? Usté se metió en el lío, usté solita sale.

—Peón desagradecido. Iba a comer churrasco de gato montés si no fuera por mí.

—¿Por qué?

—Debería agradecerme por hacer de un pobre gaucho, un hombre hecho y derecho. Sería un ladino errante de no ser por mí. No tendría ni patria ni hogar. 

—Yo no quiero ser hombre de bien. Yo quiero ser payador.

—Sería bueno que sepa que cuando el animal es para comer o para una causa justa, se da.

—¿Y a eso quién lo dice?

—Los principios de la economía ranquel.

—Ah, mire usté. ¿Así que ahora está de amiga con los ranqueles?

—En eso, no más. 

El José se quedó un rato mirando el firmamento que en ese momento se dividía en franjas celestes y violáceas separadas por una línea blanca.

—¿Qué eran esos papeles, negra? —dijo después.

—No sé, los milicos respetan los sellos.

—Pero, ¿qué decían?

—No sé. 

—¿Y si los hubieran leído?

—Ay, José, ¿qué hombre con machete va a preocuparse por salir de bruto?

Para mí que el José no tenía ni una pizca de despierto, pero yo le tenía cariño. No perdía oportunidad de recordarle que era bueno tener un hombre cerca, por más que no sirviera para mucho y jamás le dejé faltar un plato de comida. 

Para entonces ya debía de haberme dado cuenta que tan zonzo no era. Riéndose me dijo: “no pasa nada, negrita. Estos milicos le trabajan a un político de la capital, han venido de puro comedido, no más. Esa gente no se queda sin sueño por veinte yeguas, ni por cuarenta”.

—¿Cómo vamos a hacer ahora para recuperar a las niñas? —le dije al José.

—Cálmese, negra, algo se le va a ocurrir. No hay mal que dure cien años… ni cuerpo que lo resista.

Al fin de cuentas cada uno cuidaba a los suyos a su forma. En este lugar de la Pampa, pegados a la frontera, y en el tiempo que nos tocaba, nosotros nos teníamos a nosotros mismos y a nadie más. 

2 Comentarios

  1. Graciela

    No sé si será por el tono provinciano con que María Marta lee, pero este primer capítulo me pinta perfectamente el personaje, el lugar y la situación. Ganas de más…..

    Responder
    • Rodrigo Moral

      ¡Habrá mucho más! La Frontera es una novela realmente preciosa.

      Responder

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