Cuento original de La Frontera

Por Rodrigo Moral

El siguiente es el texto de María Marta Malianni que surgió en base a un ejercicio de taller sobre la canción «Dorotea, la cautiva», a mediados de 2021.

La ilustración corresponde a un detalle de La vuelta del malón, óleo de Ángel del Valle.

La frontera

De un lado la civilización

De un lado la civilización, del otro la barbarie. “Los límites entre ellas son imprecisos y se van corriendo”, le había dicho Padre Donatti a Doña Mariquita Zarate. Más tarde el ama recordaría el momento y le atribuiría a la presencia del diablo el fenómeno de que las palabras “se van corriendo, se van corriendo” hubieran quedado repitiéndose y repitiéndose como si las sonara una campana.

Doña Mariquita y yo habíamos viajado a lomo de burro desde La Carlota hasta Río Cuarto, algún limite se había corrido también entre nosotras desde la tragedia. El ama estuvo enferma mucho tiempo, y yo fui la encargada de proveerla de ropa negra para el luto y para los días que siguieron, en los cuales Doña Mariquita se había negado a usar cualquier otro color.

Días atrás me había dicho que iba a escribir dos cartas: una a padre Donatti y otra al coronel Lucio Mansilla. “Ama” … le había dicho yo, mi cuerpo temblaba en ese momento. “Es lo último, te prometo que es lo último”. Comprendía que estos blancos le significaran posibilidades a confiar y no sabía muy bien por qué temblaba, si por miedo a que Doña Mariquita terminara de perder lo poco que le quedaba, o porque me estuviera haciendo una promesa a mí que estaba para servirla.

Nadie que perteneciera al mundo civilizado desconocía los frecuentes ataques ranquelinos. Yo que soy negra y escuchaba la historia por parte de Doña Mariquita, les tenía terror a los salvajes. Pueblos enteros convertidos en nada y nosotras en la Carlota obligadas a vivir una vida de agonía desde que al ama le habían degollado su único hijo y su nuera y se habían llevado cautivas a sus dos nietas, Fermina y María.

Yo solía dormirme en el catre con mis pies negros como castañuelas de española. Pobrecita el ama, despertaba por la noche a los gritos, contaba que, en los sueños, la cabeza del hijo desde la punta de una lanza abría los ojos y la miraba fijo. Y yo, ay, ponía la pava con agua en el caldero y le mezclaba las hierbas para tranquilizarla. Incontables las veces que a la luz de las velas escuché con nitidez el tropel de los malones, los gritos de los indios

A decir verdad, estos habían sido mis primeros miedos, después vinieron otros más grandes, parecidos al que había tenido cuando el ama decidió hacer este viaje, dos mujeres solas, a lomo de mula desde la Carlota hasta Rio Cuarto, para entregar la carta en propias manos de Padre Donatti y encomendarle al religioso la que iba dirigida a Mansilla. El padrecito diciéndole al ama que los limites son imprecisos, sin saber —digo yo que soy solo una negra— lo que puede hacer con los límites una mujer que tiene un propósito.

Hasta me asustaba de verla a Ña Mariquita, y como debiera abrir los ojos blancos esta negra, que unas noches después de años de penurias, le arranqué una sonrisa y me dijo, (Ay diosito, si casi no puedo repetirlo), me dijo que me cambiara a dormir a su pieza. Y yo sentía que habíamos corrido una frontera, la de la mujer negra y la mujer blanca y nos habíamos unido inseparablemente de un lado, el de las mujeres que tenían el deber de rescatar a otras.

Padre Donatti residía con otros franciscanos en una habitación de adobe y paja. Amita sentada en banco de hueso cuero, lo escuchaba hablar de la frontera como si fuera el único que la conocía, y claro, qué se iba a imaginar que esta negra y esa mujer de alcurnia que escondía un facón entre la enagua, sabíamos que la frontera era como una esponja desde donde muchos iban y venían en busca de información. ¿Qué podía saber un religioso sin familia sobre lo que siente al perder un hijo, una hija política y que te apropien a tus nietas?

Cada día que la amita se acordaba de las limonadas dulces que les mandaba a preparar a las niñas en los veranos, venía un duelo, pero a la otra mañana, ¡ay la otra mañana!, la amita recobraba las fuerzas y yo sabía que a la noche nos tocaba pulpería.

El susto de esta negra, vea. No cualquier gaucho se animaba a entrar y salir de la frontera. Si había que ser ladino pa´ pisar el mismo infierno y no tenerle miedo a los diablos.

Los gauchos que habían robado, matado, que se escapaban prófugos de la ley para no ser obligados a cumplir con el servicio militar en los fortines, vagos y malentendidos, violadores de mujeres. Todo aquello habíamos frecuentado con mi amita, preguntando por sus nietas. Llevaba un cuadro pintado que tenía de las dos. “Veinte y veintiuno tenía cuando se la llevaron”.

Le decía al padrecito:

—Para mí no es fácil, ¿usted comprenderá?

—Me puedo poner en su lugar.

—No creo, para lo que usted es hombre, para mí es asesino.

—Los límites son imprecisos, doña Mariquita.

—Lo único que pido es que me la traiga.

Sí sabíamos nosotras de imprecisiones. Y vea que me asusto de decir nosotros, pero el límite entre esta mujer negra y su ama se había borrado y éramos únicamente dos mujeres, ya con un propósito compartido. Hasta a mí me daba odio el padrecito, Dios me perdone.

—Para mí el desierto es el mismo infierno—dijo amita persignándose

—Usted no conoce el infierno—afirmó padre Donatti

Y no tenía por qué saber que dos mujeres como nosotras habíamos pasado noches y noches en la pulpería. Una vez un gaucho con olor a aguardiente se nos había sentado al lado, por 10 cigarros y tres botellas nos había hablado de una mujer sucia y andrajosa, con tonada cordobesa, que había pedido besar los cordones de los Franciscanos.

Mire si no iba a saber este padrecito de las penurias de las que hablaba mi ama. Que lloraba como un chico, nos habían dicho, que la tenía un indio malísimo llamado Carrapí y que iba a comprarla un cristiano por 20 yeguas, sesenta pesos bolivianos, un poncho de paño y cinco chiripás colorados.

De vuelta a la casa, las dos hechas una entre las sombras, “es mi nieta, es mi nieta”, había repetido amita todo el camino. Al otro día puso a la peonada en la reunión del botín, y “pobrecita, lo que estará sufriendo en manos de ese diablo”. Cuando lo tuvo reunido volvimos e hicimos entrega al sinvergüenza. “Tráigamelas”, dijo Ña Mariquita como si el gaucho fuera un franciscano y ella le estuviera besando los cordones.

Diez noches estuvimos yendo sin noticias, con el oído atento a lo que se comentaba. La noche once lo encontramos, jugaba una partida de cartas y de muy mal talante nos mandó a decir que no iba a atender hasta no terminar. Después se batió a pleito con el ganador y lo mató.  Con esas mismas manos acarició el cogote del ama y le metió la mano por la enagua entre los pechos.

Yo me levanté las polleras y le mostré las piernas. Me lo aguanté encima de un catre corcoviando como un potro, con el único propósito de conseguir información. Volvimos abrazadas sin decir una palabra y después mi amita me dijo que me acostara con ella, en la misma cama, únicamente cuando estuvimos las dos con la cabeza en almohada, ella me preguntó

—¿Qué averiguaste? 

—Que era de Cañada Honda.

—¿Qué más?

—Que era casada.

—¿Te dijo con quién?

—Con Cruz Bustos.

—¿Y qué más?

—Que se llamaba Petrona jofré.

Lloramos, como lloramos agarradas de la mano más allá de lo que cantó el gallo.

Al otro día esta negra preparó chocolate. “Chocolate” dijo amita “¿Te acordás cómo les gustaba a las niñas el chocolate? Y así volvíamos noche tras noche, cada día más fuertes, cada día más precavidas. Amita se había desprendido de sus joyas, de su ganado, en consecuencia, había podido averiguar qué María había muerto por la viruela, que Fermina era la esposa preferida del cacique Ramón Cabral, también conocido como Ramón Platero y que El General Mansilla planeaba una expedición tierra adentro, para firmar la paz.

Válgame Dios, que únicamente en la frontera sabían de los planes de Mansilla, que se hacían a escondidas de Sarmiento. Y amita arriesgándose de tal manera con la otra carta para ser entregada al Militar. Y esta negra increyente pidiéndole a Dios que no se le ocurriera preguntarle a Donatti el porqué de las cartas y pidiéndole también que no se le ocurriera amita prometerle como recompensa lo poco que quedaba de la hacienda, porque ¿adónde íbamos a ir a parar una mujer negra y una pobre anciana blanca en este mundo civilizado?

—Escuché que la nombran Dorotea Bazán, pero se llama Fermina Zárate—le dijo amita al franciscano.

Ave María purísima, al hombre de Dios no se le ocurrió preguntarle cómo lo sabía.

Del otro la barbarie

La figura del Cacique Ramón Cabral se recortaba en el desierto, desde ese lugar que era suyo por legado natural, su vista llegaba hasta los caldenes y algarrobos de los montes de “Aillancó”, habitados por un sinnúmero de aves de variados colores.

Sus predecesores habían elegido el sitio de la toldería tres leguas al norte de Leuvucó. La laguna “La verde” les aseguraba agua en abundancia. El asentamiento más cercano estaba a media legua de distancia y hasta ahí. Él era la autoridad de las tribus de Carrilobo, porque lo había heredado de su padre.

Montada en un galpón de adobe crudo, estaba la fragua, se destacaban dos fuelles, las cenizas aún tibias de la noche anterior, una mesa de madera tosca y el yunque. Ramón sabía muy bien lo que le pertenecía- porque había nacido con él- y lo que no.

La Dorotea, esa sí que no era suya, se la había robado de una de las tolderías de las orillas, atraído como buen orfebre por su piel de plata y porque en esas otras tolderías hacían de las cristianas objetos de lujuria. La fragilidad de la Dorotea no era suya, ni su piel blanca y tersa.

Tantas noches se había dormido viéndola: temblaba sobre los cueros de oveja, sollozaba entre sueños, algunas veces se sentaba de golpe, con los ojos muy abiertos y gritaba que se venía el malón. Entonces Ramón se iba a la fragua y se ponía a fundir la plata, y le daba forma de pretales o de espuelas que cambalacheaba en Chile por ganado.

Pasados un otoño y un invierno, la Dorotea se le empezó a aparecer en la fragua a mitad de la noche, suave y cálida, oliendo como los ramilletes de las jarillas, su larguísimo pelo negro en contraste con su piel, la mirada ya menos desesperada, perdida entre las manos de Ramón y dejando, después, que esas manos indias la modelaran como la plata.

El cacique, aun sabiendo que ella no le pertenecía, ya no iba por las noches a la fragua. Durante el día modelaba adornos femeninos, en Chile cambalacheaba con ellos vestimentas de cristianas. Y cuando volvía de viaje, le divisaba las piernas entre las polleras y las pajas bravas y así tuvieron tres hijos, que sí le pertenecían a Ramón porque estaban hechos sobre su tierra y estaban hechos con su esperma y estirpe: El linaje de los “Nahuel”.

No sólo porque Dorotea se los había parido con amor a sus tigrecitos, Ramón Cabral se hacía el otario cuando la escuchaba rezar encomendándole sus hijos a un dios cristiano, como tampoco hacía caso del escapulario -mal escondido- que colgaba de uno de los tientos de avestruz con que estaban cosidos los cueros del toldo.

En su lugar había de verla entre los corrales, bajarse la ropa, amamantar sus críos sanos, con leche de plata, darle de comer a los chanchos, tirar la semilla a las aves de corral, cosechar la sandía y más tarde toda su boca rebalsando de rojo y dulzor.

Ramón Platero, no había dormido durante la noche, ya no porque se ocupara en Dorotea, o sí. Estaba desde temprano vislumbrando hasta los caldenes y los algarrobos, ya había visto invadirse el cielo por el sinnúmero de aves de colores y ahora esperaba ver la polvareda, que segundos más tarde se elevó por el horizonte como una tormenta.

Dorotea ya tenía la piel muy dura gracias al sol despampanante de la estepa, había comido carne de yegua, había parido sus tigrecitos a la orilla del agua, había aprendido a vaticinar tormentas y a curar con hierbas, pero eso no la hacía tigresa. Ramón sabía que estaba cautiva en un mundo que no era el suyo y que la llegada del coronel Mansilla era lo que tanto había pedido a su dios todos esos años.

El jefe de las tribus de Carrilobo usaba vincha, le servía para mantener las ideas. Había sostenido que el día que firmara la paz con el blanco, iba a devolver a Dorotea. Era un cacique respetado y seguido por su gente, al ser su madre cristiana, no mostraba hostilidad con los blancos.

Los perros salieron al encuentro de los que venían y después se escuchó el tropel: una delegación de 18 soldados, 2 frailes, uno de los cuales era el padre Donatti y un lenguaraz.

Los mandó a recibir por su hijo, un joven de 13 años, su primer tigrecito, hombre y heredero, también llamado Ramón Cabral. En él se distinguían el cabello rubio, la frente ancha y los ojos pardos de Ramón, junto a la contextura y el andar de Dorotea. “De parte del Cacique Ramón, esta es su casa”, dijo el joven a los recién llegados.

Ramón Cabral apareció inmediatamente después, bien aseado, vestido como un paisano prolijo, con las uñas de sus manos cortas y redondeadas. Los saludó a la usanza tehuelche: le tendió la mano derecha, cuando el coronel Mansilla hubo agarrado la suya, la sacudió con fuerza. Le cruzó los brazos por el hombro izquierdo, le cruzó los brazos por el hombro derecho y lo suspendió vigorosamente.

Después mandó a servir el almuerzo: un puchero de gallina choclo y zapallo de lo más sabroso, hecho por la indiada. La conversación, mediada por el lenguaraz -no porque Ramón no supiera español, sino porque así correspondía a un cacique- tuvo como temas la perfección de sus corrales y la mansedad de su ganado.

Luego de que la gente masticara, se puso sobre el buen fuego una pava y Ramón Platero invitó a que se bailara el “choique purrúm”, las mujeres y los niños -entre los que se encontraban los hijos de Dorotea- empezaron a agitar el cogote, dando pasitos cortos y luciendo mucho el poncho. Ella lo miraba de sentada, y tenía pintados los lunarcitos negros que eran el adorno favorito de las mujeres tehuelches.

—La señora ha sido muy buena conmigo —dijo Ramón a los viajeros—, me ha acompañado muchos años, por eso le he dicho que puede irse.

Dorotea lo miró con tristeza.

—¿Qué voy hacer allá después de tantos años? Si no tengo nada.

—Su abuela la espera en La Carlota, me ha pedido expresamente por usted —dijo el coronel Mansilla y sacó del bolsillo la carta escrita de puño y letra de Doña Mariquita Zarate.

—Señor Ramón es muy bueno —dijo Dorotea. Ojalá todos fueran como él. Y se subió a la mula sin contradecirlo y sin mirar atrás.

A la hora de la partida, llovía con sol sobre la pampa. Los rayos penetraban mojados desde el monte, los pájaros ya en el silencio que antecede a la noche y en el suelo se sentía el chapoteo del barro entre las patas de las mulas y los caballos.

La tierra, en su sabiduría, retrasaba, no quería, daba un mensaje que al huinca no le habían enseñado a oír.

El cacique Ramón los acompañó una legua camino a la civilización adonde ya no se olía la tierra, no se apreciaba el horizonte. Siempre había sabido que él y Fermina Zarate estaban separados por la frontera, la veía envejecer, casi morir en cada meneo de caderas al son del tranco de mula.

Separándose de ella, como un ánima, la presencia salvaje de la Dorotea, habitando a lomo de potro la pampa entera. Montando a veces juntos y él, Ramón, su platero, entreverándole las crines y mordiéndole el cuello.

Para Dorotea Bazán la frontera no había tenido ni alambres ni tranqueras, en el toldo, le había dejado las joyas de plata a su cacique, envueltas entre unos calzones de encaje y un manojo de flores de la jarilla.

Detrás del galpón adonde tenía la fragua, Ramón procedió al entierro de las pertenencias en un pozo de tres metros. Un entierro que no era para un muerto, era para que La Dorotea viviera para siempre en el corazón y en la tierra de su elección.

Maria M Malianni / Junio 2021

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